Fuente: Agenda Pública El País
Autor: Nicolás de Pedro, Senior Fellow, The Institute for Statecraft
Ucrania no está suficientemente derrotada. Ése es el razonamiento que guía el reciente ataque ruso contra tres buques ucranianos en aguas internacionales próximas al estrecho de Kerch. No es la primera vez que las fuerzas regulares rusas se enfrentan a las ucranianas, pero sí es la primera ocasión en la que Moscú ni lo oculta ni lo niega. Es un paso más en su conflicto con Ucrania. Por razones distintas, una escalada hasta provocar una guerra abierta no es la opción deseada por ninguna de las dos partes, pero es una posibilidad que no se puede descartar. En buena medida depende, como casi todo desde que inició la guerra contra su vecino, de la voluntad del Kremlin.
A corto plazo, el objetivo de Moscú es estrangular la economía de los puertos ucranianos de Mariúpol y Berdiansk para tensionar la situación política en Kiev y contribuir al desmoronamiento del Gobierno. A medio y largo plazo, Rusia quiere consolidar un dominio incontestado sobre el mar de Azov y transformarlo, de facto, en un lago ruso. El carácter ilegal e ilegítimo del ataque y de estos objetivos admite poca discusión, incluso aunque se acepte la premisa rusa de que la anexión de Crimea permite extender su soberanía a las aguas circundantes del mar Negro. Y no es que haga falta referirse a que la anexión se produjo por la fuerza e ilegalmente; es, simplemente, que a la luz de la información disponible el asalto tuvo lugar en aguas internacionales y sin previa provocación.
Pero a Moscú esto le preocupa poco. No reconoce ni la soberanía real ni la independencia plena de una Ucrania a la que está decidida a doblegar. De eso va esta guerra, del control estratégico de Ucrania. El objetivo de Rusia es forzar a Ucrania a acatar su tutela geopolítica, ni más ni menos. Todo lo demás –descentralización ucraniana, derechos lingüísticos de las minorías, etcétera– son instrumentos para alcanzar ese objetivo y, al mismo tiempo, trampas retóricas y diplomáticas para enmascararlo y justificarlo.
Rusia nunca se ha sentido cómoda ni aceptado del todo la pérdida de Ucrania y Bielorrusia. Los orígenes del actual conflicto pueden trazarse, de hecho, hasta las postrimerías de la Unión Soviética. Cabe recordar, por ejemplo, que uno de los pocos asuntos en los que Mijail Gorbachov y Boris Yeltsin coincidían era en su convicción de que los habitantes de Crimea y del este de Ucrania se opondrían masivamente a la independencia ucraniana. No sólo no fue así, sino que la respaldaron holgadamente en el referéndum de diciembre de 1991, incluso en Crimea, aunque allí el resultado fue más ajustado. Las razones fueron fundamentalmente económicas. En la desbandada soviética todos –con la notable excepción centroasiática– tendían a pensar que les iría mejor solos. Pero es interesante destacar cómo, 25 años después, los cálculos de Vladimir Putin en la primavera de 2014 se basaron en la misma percepción errónea sobre la voluntad de la población rusófona de la franja sur y este de Ucrania. Rusófono, ruso étnico y prorruso no son, por cierto, términos intercambiables.
El conflicto al que asistimos hoy tampoco puede entenderse sin la revolución naranja de 2004. Ante la vocación europeísta y atlantista de sus líderes, el Kremlin decidió desplegar una política multiforme y por etapas con vistas a debilitar a Ucrania en todos los órdenes. Algunos resultados fueron muy visibles al inicio de la crisis en 2014. El ejército ucraniano, por ejemplo, estaba desarbolado y el servicio de inteligencia penetrado por los rusos. El ciclo de las llamadas revoluciones de colores en Serbia, Georgia, Ucrania y, en menor media, Kirguistán fue recibido en Europa con simpatía e interpretado como una continuación de las revoluciones de terciopelo de finales de los años 80 en Europa Central.
Sin embargo, en Moscú y otras capitales del espacio post-soviético fueron percibidas y conceptualizadas como golpes de Estado post-modernos inducidos por los servicios de inteligencia occidentales con fines geopolíticos. De ahí la obsesión del Kremlin frente a cualquier movimiento de protesta, su tendencia a interpretarlo todo en clave conspiratoria y su adopción de una mentalidad de fuerte asediado frente a una supuesta amenaza exterior existencial. Para Putin hay una línea de continuidad que conduce de la revolución naranja a las primaveras árabes, las protestas en Moscú de finales de 2011 y el Maidán ucraniano. Es este sesgo cognitivo el que le lleva a convencerse de la existencia de un gran plan occidental cuyo fin último es la quiebra y usurpación del poder en Rusia.
El otro hito al que hay que referirse es la famosa cumbre de la OTAN en Bucarest en abril de 2008, en la que Putin advirtió cruda y explícitamente de las consecuencias que Georgia y Ucrania podrían afrontar por su aspiración de convertirse en miembros de la Alianza Atlántica. La guerra de Georgia estalló apenas cuatro meses después. Vista en perspectiva, y más allá de los errores cometidos por el presidente georgiano Mijail Saakashvili en aquellas fechas, parece claro que la tibia respuesta, por no decir desinterés occidental, incentivó a su vez la adopción de una agenda agresiva hacia Ucrania. En aquella misma cumbre, el presidente ruso vaticinó la descomposición de Ucrania, una “formación estatal compleja” en sus propias palabras.
La ampliación de la OTAN es uno de los lugares comunes en nuestras discusiones sobre el conflicto ucraniano y la crisis europea con Rusia. Dos apuntes al respecto. Por un lado, se suele insistir en que la incorporación de las repúblicas bálticas a la Alianza es el origen del problema. Quienes apuntan esto también suelen afirmar que los temores bálticos ante Rusia son infundados porque esa misma pertenencia a la OTAN convierte en impensable un ataque militar ruso, ya que entrañaría la activación del artículo 5 de la organización. La OTAN, por tanto, no sería fuente de inestabilidad, sino una garantía para la paz en la zona. El periodo de tránsito desde que se manifiesta el deseo de pertenencia y esta se produce –si lo hace– es el momento crítico y de máxima vulnerabilidad, como ponen de manifiesto los casos georgiano y ucraniano.
Por otro lado, resulta más ajustado afirmar que fue el Este el que se movió hacia el Oeste que viceversa. Han sido los países del antiguo Pacto de Varsovia los que han ido llamando a la puerta de la OTAN (y de la UE). La pregunta que debería hacerse el Kremlin es por qué sus vecinos sienten la imperiosa necesidad de contar con reaseguros estratégicos y alejarse de Moscú. La respuesta es, obviamente, el miedo y la preocupación que comparten todos, salvo China, Mongolia y Corea del Norte, pero incluyendo a los países escandinavos; es decir, no sólo a las ex repúblicas soviéticas. Sin embargo, es ese mismo miedo –sobre todo a la capacidad desestabilizadora del Kremlin– el principal elemento para mantener a otros como Bielorrusia o Kazajstán firmemente anclados en la órbita de Rusia. De ahí que el Kremlin interprete –también por la propia cultura política de quienes monopolizan el poder– que la intimidación produce resultados satisfactorios.
La fuerza y el triunfo del Maidán desbaratan los planes de Rusia de incorporar a Ucrania al proyecto de Unión Eurasiática. Para el Kremlin era prioritario hacer fracasar la agenda reformista en Kiev, ya que una hipotética Ucrania próspera y democrática que pudiera inspirar a la ciudadanía rusa es un riesgo inaceptable para el régimen de Putin. La nefasta gestión de la clase política ucraniana también es responsable de este fracaso, pero la intervención militar en el territorio de su vecino, corresponsabiliza a Moscú. Además, la falta de reformas en la propia Rusia entraña la necesidad de mantener mercados cautivos frente a vecinos más competitivos como la UE o China. Por no mencionar que un acercamiento ucraniano a Europa choca con la concepción del Kremlin de la identidad y alcance de la civilización rusa. Un aspecto difuso y controvertido que las autoridades rusas usan de forma flexible, pero creciente desde el retorno de Putin a la Presidencia en marzo de 2012.
En la primavera de 2014, el Kremlin jugueteó con la idea de incorporar toda la franja sur y este de Ucrania. De ahí que se extendiera el uso del término zarista de Novorossiya (o Nueva Rusia) y que Putin lo empleara en, al menos, dos alocuciones públicas. De haber tenido éxito, se habría conseguido de un plumazo solventar varios problemas al conectar de forma terrestre con Transnistria (desgajada de Moldavia) y con Crimea, además de cerrar la salida al mar de Ucrania. El plan era instigar levantamientos populares que permitieran justificar después la intervención humanitaria rusa como fuerza de paz y estabilización. Pero esos levantamientos no sólo no se produjeron, sino que Rusia se vio obligada a enviar combatientes y líderes para una sublevación que sólo ha conseguido enraizar, de momento, en pequeñas franjas del Donbás.
En los últimos años cinco años asistimos a una intervención militar encubierta no declarada y en parte subcontratada. Es un patrón de actuación del Kremlin que va a más. La aparición en Siria o en el África subsahariana de los contratistas militares rusos de Wagner o el papel de la llamada Agencia para la Investigación en Internet, la fuerza de intervención en las redes sociales, son buenos ejemplos de esta dinámica. Ucrania, para su desgracia, está sirviendo como campo de pruebas para nuevos tipos de intervención que van desde el uso de la fuerza militar convencional a la disrupción cibernética masiva o el uso intensivo de campañas de desinformación y operaciones de guerra psicológica.
La expectativa del Kremlin es que Ucrania o bien colapse por su depauperada situación interna, o bien deje de contar con respaldo euro-atlántico. Moscú confía en su facilidad para cooptar a miembros de la corrompida clase dirigente ucraniana. El uso estratégico de la corrupción es un instrumento que le ha funcionado bien durante décadas y lo sigue haciendo, Europa occidental incluida. Pero en el caso ucraniano, el Kremlin obvia o no percibe con claridad el impacto de la guerra en la sociedad local. Como resultado, se está consolidando una identidad política ucraniana netamente diferenciada, e incluso construida en la contraposición con su vecino. El conflicto, por ello, se mantendrá enquistado y no resuelto por un largo tiempo. Más aún porque el Donbás es un instrumento para lograr ese control estratégico sobre Kiev, pero no un fin en sí mismo. De ahí que a través del proceso de Minsk sólo se podrá lograr, en el mejor de los escenarios, un alto el fuego indefinido, pero difícilmente una solución definitiva para una guerra que supera ya de largo las 10.000 víctimas mortales.
Fuente: Agenda Pública El País
Autor: Nicolás de Pedro, Senior Fellow, The Institute for Statecraft