El Kremlin ha dispuesto todo para evitar un escenario de protestas y lo ha hecho combinando seducción y coerción, opina el analista del CIDOB, Nicolás de Pedro, para El País.
Rusia vota mañana para renovar una Duma cuya composición será, previsiblemente, muy parecida a la precedente. Es posible, incluso, que el partido presidencialista, Rusia Unida (Yedinaya Rossiya), aumente su presencia y alcance, según algunos pronósticos, una mayoría cualificada. Por tanto, no cabe esperar grandes cambios en el mapa parlamentario. Sin embargo, el futuro de Rusia y del régimen de Putin, resultan imprevisibles.
Esta incertidumbre se explica, sobre todo, por el deterioro económico. Sin dinero no se pueden engrasar ni las redes clientelares ni tampoco el, ya de por sí precario, Estado del bienestar ruso. La gobernanza se vuelve pues más complicada. Más aún en un contexto de enfrentamiento con la UE, principal fuente de inversiones y modernización para Rusia en las últimas dos décadas. Pero, a la vez, percibida como una amenaza existencial por el régimen de Putin como consecuencia del Maidán ucranio.
En Moscú aún pesa, y mucho, el recuerdo de la oleada de manifestaciones de 2011-2012 iniciadas, precisamente, ante las sospechas de fraude electoral. El Kremlin ha dispuesto todo para evitar un escenario de protestas y lo ha hecho combinando seducción y coerción. Por un lado, reforzando, aparentemente, la transparencia y limpieza del proceso con vistas a aumentar el nivel de confianza popular en los resultados: así cabe interpretar el nombramiento a la cabeza de la Comisión Electoral de Ella Pamfílova, excomisionada de Derechos Humanos y figura ampliamente respetada en el país.
Las elecciones se han adelantado de diciembre a septiembre para dificultar la movilización de la oposición
Por otro lado, se han puesto todas las trabas administrativas posibles para dificultar –cuando no impedir– la concurrencia de algunos candidatos de la oposición real. Al mismo tiempo, la reorganización de más de la mitad de los distritos electorales, fusionando áreas urbanas con grandes zonas rurales, se ha realizado con vistas a diluir la homogeneidad del voto en zonas potencialmente más críticas. Las elecciones, además, se han adelantado de diciembre a septiembre para dificultar la movilización de la oposición y para evitar que los probables recortes que se anunciarán en otoño tengan un impacto negativo en el resultado electoral. Y, en última instancia, si algo no sale como está previsto, Putin dispone desde el pasado mes de abril de una robusta Guardia Nacional bajo su mando directo –sin interferencias ministeriales– y dirigida por uno de sus ex guardaespaldas de confianza.
Paradójicamente, el mejor aliado del Kremlin para evitar posibles protestas es la propia desconfianza de los ciudadanos rusos hacia el “sistema”, lo que incluye también a los políticos de la oposición. Sin embargo, esa desconfianza se traduce, igualmente, en desmovilización y el Kremlin teme, a su vez, una baja participación que, en un contexto autoritario como el ruso, equivale a una falta de adhesión que el régimen niega. La popularidad de Putin, cimentada ahora en sus intervenciones en el exterior (Crimea, Ucrania, Siria), se mantiene alta, pero el presidente ruso no puede confiar en ser permanentemente inmune al descrédito de su estructura de poder. Como apuntan Andrei Kolésnikov y Boris Makarenko, analistas del Carnegie Center de Moscú, el régimen “está buscando un nuevo modelo de gobernanza que ayude a sostener el statu quo en un futuro próximo”. Ahí radica la relevancia de estas elecciones para el Kremlin.
Nicolás de Pedro es investigador principal del CIDOB.
Fuente: El País