En Rusia, la propiedad de medios a cargo de personajes con dinero somete la misión periodística a sus objetivos, escribe Gustavo Gorriti para El País.
Tres años antes de ser asesinada, Anna Politkovskaya se preguntó en un reportaje si valía la pena morir por el periodismo. En noviembre de 2003, Mijail Komarov, el editor adjunto de la edición de Riazán del periódico Novaya Gazeta, sobrevivió a un atentado. Atacado a fierrazos por sicarios hasta quedar inconsciente y sangrante, yacía un día después “en la estrecha cama típica de un hospital ruso sin recursos”, como anotó, pronta en llegar, la reportera Politkovskaya.
Komarov, “pálido y vendado” (con las vendas y medicinas que llevó su madre y que el hospital no solía proporcionar), hablaba a los otros pacientes sobre el deber de los medios “de no vacilar en la lucha contra la corrupción”. Su madre lo reprendía pidiéndole ser menos temerario.
Con pasión que Politkovskaya describe como “euforia post-traumática”, Komarov respondió a su madre que en la lucha por el bien son los bribones “los que deben temer cada semana lo que vamos a escribir sobre ellos, antes que nosotros a ellos”.
Cuando Komarov le repitió a Politkovskaya al despedirse que continuará escribiendo sin rendirse ni ceder, esta se preguntó nuevamente: “¿Vale la pena sacrificar tu vida por el periodismo? ¿Cómo lo decide cada uno de nosotros? Si el precio de la verdad es tan alto, quizá debiéramos parar y encontrar una profesión con menos riesgo. ¿Cuánto le importa [el sacrificio por la verdad] a la sociedad, por cuya causa nosotros trabajamos?”.
El día que la mataron, tres años después, el 7 de octubre de 2006, sin haber dejado de estar lista a pagar “el precio de la verdad” por alto que fuere, con la prosa intrépida y reveladora de sus reportajes, Politkovskaya conversó por teléfono con su madre, y esta le mencionó un epígrafe que la había emocionado, cuyo autor no conocía: “Hay años borrachos en la historia de los pueblos. Tienes que vivir a través de ellos, pero nunca puedes vivir en ellos”. La autora era Nadezhda Teffi, la gran escritora emigrada, le dijo Politkovskaya a su madre, pidiéndole que le marcara la cita. Quizá pensaba aún en ella cuando entró al ascensor de su edificio donde encontraron luego su cadáver junto a la pistola Makarov que usó el asesino.
Desde el 2001, seis periodistas deNovaya Gazeta, incluida Politkovskaya, fueron asesinados.
El “precio de la verdad” no ha bajado en Rusia y tampoco la lucidez de los periodistas dispuestos a pagarlo. Pável Sheremet, asesinado este 20 de julio en Ucrania, reaccionó con este grito del alma al asesinato de Boris Nemtsov en 2015: “Amo a Rusia, pero odio al régimen actual. La sociedad está enferma y tendremos una gran catástrofe y conmoción”.
El periodismo tiene mártires en todo el mundo, pero pocos como los rusos escriben y reportan sobre la lucha moral, la convicción y el valor de que, contra lo que la realidad sugiere, o quizá por ella, las palabras que describen la verdad sobreviven y que eventualmente lograrán prevalecer. Pero hasta en Rusia ese tipo de periodistas es una pequeña minoría.
Reporteros sin Fronteras tiene como misión fundamental luchar por proteger a los periodistas y al periodismo. Normalmente sus publicaciones son denuncias y llamados a investigar y castigar intimidaciones, ataques, asesinatos contra periodistas.
Su última publicación, Los oligarcas se van de compras, es un reporte de 59 páginas rebosantes de la información que indica que las amenazas mayores al periodismo no provienen ahora solo de tiranos, gángsters y corruptos —de fuera, en suma— sino desde dentro de los propios medios. En Los oligarcas se van de compras, RSF describe cómo personajes con dinero y poder “acaparan grupos de medios de comunicación cuando no sucede que simple y llanamente se apoderen de todo un paisaje mediático. Estos oligarcas […] no compran medios de comunicación con el fin de aumentar el pluralismo sino para ampliar su campo de influencia o el de sus amigos […] [y poner los medios] al servicio de otras actividades”.
Los actuales oligarcas dueños de medios rusos tienen en común estar perfectamente alineados con el Gobierno de Putin. Aprendieron a tiempo la lección y no tuvieron que mirarse en el espejo de Boris Berezovski, Mijail Jodorkovski o Vladimir Gusinski. Sus periodistas sirven a los oligarcas y estos a Putin y su Gobierno.
Como en Rusia los dramas suelen ser más profundos, los protagonistas más intensos, ilustran mejor un problema mundial: el de los oligarcas cuya propiedad concentrada de medios representa no solo masivos conflictos de interés y subordinación de la misión periodística a los objetivos de aquellos, sino —como lo puntualiza Reporteros sin Fronteras— una de las mayores amenazas actuales al periodismo libre. Adquiridos antes que tomados a la fuerza (por lo general), los medios se subordinan pronto a los intereses de su nuevo dueño, que solo excepcionalmente suponen un buen periodismo y con frecuencia todo lo contrario. Desde Berlusconi hasta Murdoch, el inquietante club de oligarcas dueños de medios utiliza con mayor frecuencia, para domar sus redacciones, la oficina de recursos humanos antes que los sicarios con Makarov, pero los resultados, la feroz entropía del periodismo libre, son parecidos.
El escenario de los actores en redacciones sometidas fue descrito por Politkovskaya en sus meses finales de vida: “El Koverny fue antaño un payaso ruso cuyo papel era hacer reír al público mientras cambiaban el escenario del circo entre un acto y otro. Si no lograba hacer reír era pifiado por la gente y despedido por la gerencia. […] Casi toda la generación actual de periodistas rusos y las secciones de medios masivos que han sobrevivido hasta hoy son […] un gran grupo de kovernys”.
¿Los kovernys y los oligarcas que los dirigen se preguntarían si vale la pena morir por el periodismo? Claro que no, pero no solo en Rusia, es difícil pensar que pertenezcan a la misma profesión que Sheremet y Politkovskaya.
Fuente: El País