El presidente ruso recibió un abrumador respaldo de la población tras la anexión de Crimea. Pese a la crisis económica, creó un sistema político sin competencia, en el que es amo y señor del país, ha escrito Andrei Kolesnikov para Perfil.
Hace dos años, un largo proceso de autoritarismo y aislacionismo creciente bajo el presidente Vladimir Putin culminó con la anexión rusa de Crimea. Pero aunque la comunidad internacional condenó la acción, los rusos aparentemente la recibieron con agrado. De hecho, el “regreso” de la península al control ruso tuvo un profundo efecto sobre la opinión pública, que parece haber fortalecido el poder de Putin, a pesar de los profundos desafíos políticos y económicos a los que se enfrenta Rusia.
En marzo de 2016, el 83% de los rusos apoyaba la anexión de Crimea, mientras que sólo el 13% se le oponía. Hasta los progresistas (incluidos algunos que entre 2011 y 2013 protestaban contra el régimen en la plaza Bolotnaya de Moscú) hallaron en Crimea una razón para apoyar a Putin, aunque con reservas. Hoy Putin disfruta de un índice de aprobación del 80%, que refleja hasta qué punto él y Crimea están unidos en las mentes de los rusos.
La razón de semejante apoyo a la anexión es simple. Para la mayoría de los rusos, Crimea sigue siendo parte del “imperio”, tanto cultural como geográficamente. Es verdad que Rusia no tiene poder y recursos para recrear un imperio, ni siquiera dentro de los confines del abstracto “mundo ruso”. Pero concentrándose en Crimea, el régimen de Putin pudo crear una idea de restauración de la Justicia histórica y revivir expectativas de un regreso a la condición de “gran potencia”.
Claro que no todos en Rusia apoyan la anexión. Hay quienes se oponen incondicionalmente y describen a Crimea como territorio ocupado. Pero son una minoría pequeña y carecen de toda influencia real (el régimen se ocupó de ello). Están literalmente rodeados por personas que apoyan a las autoridades (y especialmente a Putin) sin cuestionamientos.
Este apoyo puede ser sorprendente, dadas las consecuencias tangibles de la anexión; en particular, el impacto económico de las sanciones de Occidente, cuyos efectos se han agravado por el derrumbe del precio del petróleo después de junio de 2014. Sin duda el elemento emocional tiene algo que ver, pero esto no es simplemente una cuestión de manipulación por medio de la propaganda.
En realidad, la razón principal del apoyo mayoritario de los rusos a la anexión de Crimea parece ser precisamente eso: que la mayoría de los rusos la apoyan. Para el ruso post soviético medio, que recuperó a Crimea desde el sofá con el control remoto en la mano, alinearse con la mayoría es mucho más atractivo que hacer olas; tanto que los rusos se niegan lisa y llanamente a pensar críticamente en lo que sucede. Es típica psicología de masas.
Este apoyo acrítico se trasladó también a las operaciones militares “justas”, “defensivas” y “preventivas” iniciadas tras la anexión de Crimea, desde Donbas hasta Siria, e incluso a la guerra comercial con Turquía. A pesar de los riesgos obvios asociados con estas acciones, los rusos aceptaron el discurso de que son necesarias para preservar la estabilidad, además de la recuperada condición de “gran potencia” de Rusia.
Y para colmo del absurdo, los rusos aparentemente apoyan el desgobierno económico del régimen de Putin precisamente porque la situación económica del país es desesperante. El ruso medio no tardó en readoptar los hábitos asociados con la cultura de escasez del pasado reciente. Su atención está puesta en resolver necesidades básicas como el alimento y el vestido; a pocos les interesa analizar las causas del empeoramiento de los niveles de vida.
¿Quién puede culparlos? Al fin y al cabo, los rusos que sí piensan en el contexto político se enfrentan inmediatamente con la triste realidad: el régimen desarticuló toda oposición, para lo que apeló sobre todo a atizar el temor a ser tildados de “extremistas”. Más de un crítico declarado del régimen halló una muerte prematura.
Por eso hasta las manifestaciones contra alguna política del gobierno o algún acontecimiento no son tanto “protestas contra el régimen” sino “llamamientos al régimen”. Sin un cambio radical del sistema político, es difícil que esas manifestaciones, incluso de hacerse más frecuentes, se vuelvan abiertamente opositoras. Y sin protestas opositoras, un cambio del sistema parece improbable.
Ausente la competencia política abierta, Putin creó un sistema de controles y contrapesos dentro de la élite. Un grupo de liberales leales ocupa puestos financieros y económicos clave, sirviendo de contrapeso a los halcones del ejército y de los servicios secretos, incluidas estructuras como el Consejo de Seguridad, que a menudo es fuente de elegantes teorías conspirativas acerca de oscuros planes occidentales. Por supuesto, todos los miembros de la élite deben demostrar continuamente su lealtad a Putin.
Este sistema evita que las élites rusas presionen por cambios (a diferencia del pasado, cuando sí intentaron iniciar reformas), ya que impide toda posibilidad de intriga contra Putin. Y el régimen parece relativamente estable, al menos por ahora. De 2012 a esta parte no ha hecho más que fortalecerse, y ahora que el apoyo popular a la anexión de Crimea le permitió ganar algo de tiempo, intenta adaptarse al prolongado malestar económico, político y social al que se enfrenta Rusia.
Pero ese tiempo es limitado. Por eso, adelantándose a las elecciones parlamentarias de septiembre, el régimen ha comenzado a redirigir cada vez más la atención de los ciudadanos hacia las “amenazas” internas, es decir, hacia opositores políticos y supuestos “traidores”. Un ejemplo notorio es el ex presidente de la empresa petrolera Yukos, Mijail Jodorkovski, cuyas críticas al liderazgo de Putin lo llevaron a la cárcel y más tarde al exilio.
En 1970, el disidente soviético Andrei Amalrik tituló un ensayo profético con una pregunta: “¿Sobrevivirá la Unión Soviética hasta 1984?”. Ahora debemos preguntarnos cuánto tiempo más sobrevivirá el régimen de Putin. Parece probable que dure hasta la próxima elección presidencial, en 2018. Pero su permanencia hasta la elección siguiente, en 2024, es una cuestión que pronto debatirán los kremlinólogos, una especie en veloz recuperación
*Director del Programa de Política Doméstica e Instituciones Rusas del Carnegie Moscow Center.
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Fuente: Perfil